miércoles, 8 de abril de 2009

La Primera Crisis

No tardó mucho en llegar. Empezó a asomar su fea cara durante la primera noche cuando me cai de la cama. No solo me cai de la cama, sino que me clavé en la espalda el coche de Jorge que estaba doblado en el piso entre la cama y la pared. Podrá parecer gracioso, pero lo que me causó fue una gran arrechera (digase “gran molestia“, para los no versados en la jerga vulgar venezolana).

A ver si me explico. Venimos de Miami, donde toooodo es graaaande, incluidos los espacios para vivir. Donde nuestro cuarto tenía una cama King y aun así sobraba un montón de espacio donde cabía cómodamente la cuna de Jorge, una mecedora, un escritorio grande con su silla, dos mesas de noche, una silla, un baúl antiguo y las cajas de compras mayameras que llegaban de parte de amigos y familiares que usaban mi dirección como shipping address. Llegamos a Barcelona, donde la suite (o sea, la habitación principal que tiene su propio baño) tiene espacio para una cama doble (no Queen, doble) y dos mesas de noche mínimas. La cama linda con la pared por tres de sus cuatro lados, y la distancia entre la cama y la pared por dos de sus lados es de aproximadamente 50cms. No, ya va, exagero, es de aproximadamente 30cms. El segundo cuarto es menos de la mitad del tamaño del cuarto de mis hijos en Miami, y el tercer cuarto, es del tamaño de mi closet mayamero.

Así que al día siguiente de la llegada a Barcelona me levanto con el doloroso recuerdo de la caida en mi espalda, decidida a vaciar las maletas para ver si encuentro algo que nos proteja del frío entre los cinco cambios de ropa de primavera-verano que trajimos. Para completar el mal humor que ya bullía dentro de mi cabeza (unido al comprensible cansancio y desajuste mío y de mis hijos -denme chance, estoy tratando de disculparme a mí misma-), se cumplió la amenaza del meteorólogo (o el méteo) y amaneció lloviendo. Y no es por justificarme todavía más, pero desde siempre, la lluvia me deprime.

Decía que me puse a vaciar las maletas. Aquí tengo que decir que el apartamento al que llegamos es muy lindo y está decorado con muy buen gusto, parece de revista… pero no tiene ni una sola gaveta (a excepción de dos en la cocina). Los closets, reducidos como es de esperarse, no tienen gavetas. Yo no se los demás, pero yo no puedo vivir sin organizar mis cosas en gavetas, así sea en cajas de zapatos. Una gaveta para mi ropa interior y otra para la de mi esposo. Una gaveta para mis medias y otra para las de mi esposo. Una para mis camisetas (franelas, remeras o como las llamen) y dos para las de mi esposo. Y así. Sin contar con que tenía un closet mínimo para José y para mi, y otro también mínimo para mis tres hijos.

Cuando vi todo el contenido de las maletas desparramado por el piso y el espacio que tenía para ponerlo, entré en crisis. A ver si me entienden, yo no estaba pensando solamente en lo que tenía allí frente a mí, sino en lo que venía por barco. Y no sólo en la ropa, sino en los juguetes. Por supuesto, que a la crisis no le faltó el componente de autocompasión y la dosis de arrepentimiento por haberme traído tantos juguetes… y tantos libros… y tantos CDs (por cierto que lo escribo y digo en mi mente “cidis”, tengo que acostumbrarme a decir cedés).
Pero tenía que resolver, así que tomé unas cestas muy lindas que estaban en los baños, donde estaban el secador de pelo y el papel toilet, y las convertí en las gavetas de mis hijos. Pero por favor, no vayan a imaginarse la actitud positiva ante la adversidad y la música de fondo triunfante, no no no no, todo esto lo hice con la autocompasión y el mal humor de aderezo.
Para completar, cuando finalmente terminé de apilar las cosas de cualquier manera en todos los closets, y hasta usé las maletas para guardar las cosas que no iban a ser de uso frecuente, llegó uno de mis cuñados con una bolsa llena de ropa de invierno para Yolanda que le mandaba mi suegra. En vez de recibirla con el agradecimiento que merecía, y en vez de sentir la felicidad que dá el tener familia que se preocupe por uno y salga al rescate cuando uno lo necesita, sólo lo vi como más ropa que apilar en los ya congestionados closets. Mi pobre cuñado salió regañado… maté al mensajero como dicen.

Estaba tan en crisis que ni siquiera quise hablar con mi cuñada querida cuando llamó a saludarnos y a darnos la bienvenida.

En mi defensa, debo decir que al final del día, la crisis había pasado. Uf! Menos mal, porque no creo que hubiera podido vivir conmigo misma en ese estado de insoportabilidad.

¿Que cómo lo superé? Bueno, aquí tengo como un lapsus, porque no recuerdo en qué momento me di cuenta de lo banal de mi preocupación. Eran sólo unas simples gavetas, y éste no era el apartamento en el que iba a vivir. Sólo tenía que asegurarme de que el apartamento que alquiláramos definitivamente tuviera una visión más práctica de la vida de una familia numerosa.

Eso, y el sacudón que me dio José. El pobre, no sólo no entendía mi crisis (al fin y al cabo, nosotros habíamos venido a Barcelona muchas veces y ambos sabíamos perfectamente a lo que veníamos) sino que tampoco podia vivir con tanta insoportabilidad (porque obviamente, la crisis trajo consigo peleas y frases desafortunadas). Y no se calaba que mis hijos se la tuvieran que calar. Así que me enfrentó y me lo dijo. Y también me recordó que estábamos juntos en esto y me dijo esta simple frase que me puso en perspectiva: “Nosotros somos la misma pareja que decidió tener a Yolanda”.

Esa noche, mi estatus en facebook fue “I’m happy again. I’m singing, just singing in the rain”.

Afuera en Barcelona seguía lloviendo.

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